La nueva historia de Marcelo Birmajer: El accidente

Eugenio despertó gritando. Su esposa, Rita, lo miraba preocupada. No era el primer amanecer turbulento. En el desayuno, la mujer le dijo al marido:

-Ya van seis veces que me despertás así. Deberías ver al doctor.

Eugenio bebió el primer sorbo de café antes de responder:

-Nos advirtieron. ¿Qué más podrían agregar?

-Una medicación, una terapia -replicó Rita algo molesta-.

A Eugenio lo soliviantaba descubrir que a Rita le fastidiaba más la interrupción de su propio descanso, que lo que pudiera pasarle al marido.

-Podemos dormir en camas separadas -sugirió el hombre-.

-Con esos gritos me despertarías igual – declaró Rita-. Además, transpirás como un surtidor…

Ocho meses atrás, Eugenio había sobrevivido a un accidente aéreo. El avión se había estrellado en Barcelona. En el mismo vuelo viajaba el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia. Ni Rita ni Eugenio lo conocían excepto por esa siniestra coincidencia. Eugenio ni siquiera había aprendido a pronunciar el apellido.

Sólo dos pasajeros se habían salvado: Eugenio, y una señora nonagenaria llamada Greta. Eugenio estaba intentando orinar en el baño cuando el avión emprendió el brusco descenso y se estrelló. Ningún especialista confirmaba que esa circunstancia tuviera relevancia en haberse salvado. Pero los hechos eran indiscutibles. Sin embargo, ¿por qué, entonces, se había salvado Greta? Ella estaba atada al asiento, en primera clase, igual que el resto. Eugenio ponderaba que por la levedad de su peso: la anciana no pesaba más que una rama de ciruelo.

Cuatro meses después del desastre, se habían reunido a merendar en casa de Eugenio. No habían sabido de qué hablar. Eugenio la había acompañado hasta el auto que la pasó a buscar, conducido por un chofer exclusivo.

Los médicos habían anticipado que podrían sobrevenir crisis de nervios. Lo llamaban Efecto Post Traumático. Quienes sobrevivían a un accidente fatídico, a menudo permanecían estresados durante largos períodos, en ocasiones por el resto de su vida. Se mezclaban la culpa, la impresión, la dificultad para lidiar con la cercanía de la muerte, el miedo atroz. Pero los primeros siete meses ningún síntoma se había presentado.

En el pasillo, camino al baño, Eugenio había divisado a su ex jefe Carrales. Durante una década, Eugenio se había quejado de Carrales ante Rita. La esposa se hartaba de las arengas del marido, y finalmente sentenciaba: en el fondo, lo que te pasa es que llegó más lejos que vos.

Pero para Eugenio, Carrales era la mezcla exacta de la presunción y la ignorancia, potenciados por un poder mal habido. No era que lo maltratara: se dirigía a él con condescendencia. Las veces que se habían cruzado en reuniones sociales, muy escasas, apenas si saludaba a Rita, aunque a Eugenio lo malquistaba notar cómo Rita sí se esforzaba por ser registrada.

Eugenio no supo cuánto tiempo pasó desde que recuperó la conciencia hasta que recapituló. A su alrededor, se extendía una llanura regada de cadáveres. Caminó demudado y dolorido. Greta parecía tan muerta como el resto. Recién en el hospital descubrieron que le latía el corazón, y la salvaron.

Pero Eugenio había topado con Carrales agonizando. Le faltaba un brazo, tenía un ojo cerrado en una burbuja sanguinolenta; y el otro abierto como si no pasara nada. De la boca emergía una niebla escarlata, que subía y bajaba. Evidentemente lo estaba mirando. Pedía ayuda. El ogro que durante diez años lo había sometido a toda clase de humillaciones de oficina, ahora dependía de él. Eugenio no buscaba vengarse de Carrales en ese aquelarre. No quería que sufriera. Al menos eso fue lo que se dijo. Lo tomó por el cabello, sorprendido por su falta de asco, y le dio contra el fuselaje del avión hasta que dejó de respirar. Cuando la cabeza desarmada cayó contra el pasto, parecía aliviado.

-En el avión -confesó Eugenio en la sobremesa del desayuno-, viajaba Carrales.

Eugenio apuró el fondo de jugo de naranja. No había vuelto a trabajar. Contaba con un año de licencia paga.

Rita dejó a un lado el mate.

-Eso no me lo habías dicho -reaccionó-.

-Lo recordé recién hoy, cuando me desperté. Una pesadilla.

Rita observó a su marido con suspicacia.

-Es muy raro.

-Cómo me molesta esa palabra -la amonestó Eugenio-. Raro. “Qué raro”. Y los idiotas que dicen: “rari”. ¿Qué tiene de raro que un infeliz que se cayó en un avión se olvide de un pasajero?

-Durante diez años no paraste de hablar de él.

-¿Y? Me golpeé la cabeza. Casi me muero. Viví una experiencia traumática. Lo dijeron todos los doctores.

-¿Iba en primera? -preguntó Rita, tras una pausa y con inocultable admiración-.

-No -la atajó con resentimiento Eugenio-. En turista, igual que yo.

-¿Lo saludaste? -insistió con cierta alevosía Rita-.

-¿Pero vos sos estúpida? -la insultó Eugenio-.

Rita dejó caer un plato, sin romperlo, sobre la mesa, se marchó al cuarto y cerró de un portazo.

Eugenio salió a dar una vuelta. Estaba seguro de que había despertado gritando el nombre del enemigo. Rita lo tenía que haber escuchado. ¿Por qué no lo admitía? ¿Por qué no le preguntaba? ¿Qué celada le estaba tendiendo? ¿Habría revelado en sueños su crimen?

Caviló durante cuarenta minutos. En la peatonal, se metió debajo de una cabina telefónica naranja. Discó con enjundia. Alguien, una voz masculina, atendió, preguntó quién era, dijo “señora”, y le pasó con Greta.

La anciana lo atendió en su mansión señorial. Un caniche la vigilaba desde un asiento monárquico con un almohadón pomposo. Por la ventana se avizoraba una vegetación escenográfica. A la de ya de por sí consistente fortuna de Greta, se había sumado el pago del seguro. Una cantidad estrafalaria. En cambio Eugenio, con el pasaje pagado por la empresa, no sabía si llegaría a cobrar algo. Era un viaje laboral.

-Ella sabe todo -supuso Eugenio-.

Greta era la única que sabía a ciencia cierta. Luego de la merienda, le reveló que lo había visto. No era exactamente que lo hubiera extorsionado. Pero le sugirió que, si eran los dos únicos al tanto del asesinato -el ejecutor y la testigo-, más valía permanecer juntos. ¿Cuánto más podría vivir la anciana? ¿Para qué correr riesgos?

-Estoy dispuesto a liberarme de sus sospechas – aceptó Eugenio, con una frase improvisada, sobre una decisión macerada-.

-Lo sé -alardeó Greta-. Necesito que te ausentes hoy a la noche de tu casa.

Eugenio escuchó alelado y silencioso.

-Mañana será otro día -cerró Greta-.

Fuente Clarin

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