
No hace mucho tiempo atrás, publiqué en esta misma columna una historia intitulada Catanga Lomares. Un jefe barrabrava de un imponente club de Primera División, supongamos Boca, habiendo recibido un palazo en la cabeza por parte de un esbirro enemigo, como consecuencia neurológica tornaba a creerse el jefe de la barra brava contraria, en este caso River. Lejos estaba por entonces de suponer el entuerto que acompañaba a los protagonistas desde antes de que se desencadenaran los hechos narrados en la historia precedente.
Mantengamos pues la hipótesis de que Catanga lideraba la barra brava de Boca. No había llegado de la noche a la mañana a ocupar esa posición. Confieso que desconozco el proceso de movilidad ascendente por el cual un individuo llega al más alto escalafón de esa organización al filo de la ley. Sospecho que no se trata de una compulsa electoral. Tampoco de una meritocracia relacionada con la inteligencia deductiva o el emprendimiento productivo. Probablemente incida la capacidad del implicado para ejercer el poder violentamente, expresar activamente autoridad y responder a su vez de modo orgánico a los dirigentes institucionales y deportivos. En cualquier caso, nada de esto es el centro de nuestra historia.
Catanga se había destacado en la hinchada de Boca por componer canciones que estimulaban a la batalla física. A diferencia de la enorme mayoría de los temas que se entonaban en la Bombonera, basados en melodías previas de la música popular, e incluso algunas del repertorio clásico –La Quinta de Beethoven, por ejemplo-, Catanga enhebraba melodías propias, cierto que basadas en algunos éxitos de modas pretéritas, pero tan amañadas y mezcladas unas con otras, que finalmente concluían en una arenga original, como fundacionalmente pudiera concatenarlas el célebre Pont Lezica, y en nuestra contemporaneidad refrendan como creaciones los actuales disc jockeys, a los cuales no obstante el malogrado Pappo les sugirió buscarse un trabajo honesto. Polémicas.
Catanga sabía qué fibra tocar para que la hinchada se olvidara del partido y saliera a masacrar a la tribuna antagónica. Memorable fue su manufacturación de un corte de Los Parchís, apenas segundos de los primeros acordes -la orquesta del maestro Baleverde-, anudada a un éxito de Heleno, el ardiente, más la coda de una balada flamenca de la Pantoja. Un Catanga puro, como lo llamó el famoso locutor cuyos restos aún oculta el Riachuelo (limpieza industrial pendiente).
Prácticamente los jugadores permanecieron en vilo, perplejos ante la pérdida de importancia de la lid, observando cómo la hinchada, completamente olvidada del partido, atravesaba a lo largo la cancha, para arrebatar las banderas rojiblancas, un par de cráneos y un reloj de colección. Llegó a ser apodado Catanga como El Hamelin de La 12. Le apocoparon el oficio de flautista para no restarle virilidad, tan necesaria en la escenificación del rol de comandante del tablón. Letra y música de Catanga impactaban en el corazón de cada devoto y del conjunto como nunca ninguna canción lo hubiera logrado antes ni lo conseguiría después: salían a matar con una calma religiosa. No se los podía distraer. Ni un penal, ni un campeonato, ni una vuelta olímpica. Los temas que echaba a rodar Catanga alineaban un ejército de zombis.
El efecto embriagador duraba alrededor de 45 minutos. Generalmente los alelados desconocían el resultado del cotejo. Pero con esto cerramos lo que podríamos denominar como una rauda semblanza del Catanga Lomares. Para ponerlo en una frase, ya con las circunstancias aclaratorias desplegadas, reitero: El Hamelin de la 12.
Pero hete aquí que Catanga no era realmente de Boca. ¿Qué pretendemos acotar con ese “no era realmente”? ¿Acaso la relatividad de la percepción? ¿Una impugnación paradójica de la célebre cita de Perón: “la única verdad es la realidad”? ¿Cómo podría ser la realidad la única verdad si tantas veces la realidad es un tinglado que oculta una intención contraria? ¿Fue el caballo de Troya un regalo? La muchachada inventó un slang para reemplazar el hacela corta: spoilear. Catanga era un espía.
Catanga era de River. Se había infiltrado en la barra brava rival para alertar al millonario de los movimientos de La 12. Cuando finalmente se conoció la historia completa, en los ataques motorizados por Catanga nunca se había ultimado a un hincha gallina (llevaban cadáveres para hacerlos pasar por víctimas, inventaban decesos de gente inexistente o resucitaban nominalmente a un occiso). El reloj de colección era impostado.
En cambio, aún como lugarteniente, no en el centro del podio de la cofradía, Lomares sí les trasladaba a los capangas de River los flancos débiles del bostero. Durante un lustro, la hinchada de Boca atacaba en malón, al amparo de las valquirias de Catanga, eufórica y desatada, pero inefectiva. Mientras que la hinchada de River aplicaba golpes precisos, incursiones fatídicas, escaramuzas como un rayo, que en un par de minutos imperceptibles desbarataban a los del estandarte azul y amarillo por la duración de un campeonato.
Catanga era un espía de River infiltrado en los grados superiores de la hinchada más numerosa del fútbol argentino.
Por fuera de dos integrantes del Alto Mando de La Máquina, solo sabían de su ardid su esposa, Amapola, y su madre, Ña Machuca (aparentemente amiga íntima de la gorda Matosas, de quien se decía no tener amigas, solo amigos, perdón por la vulgaridad, pero me debo a la Historia, los huevos, las gallinas. Sé que no es gracioso, pero el pasado está primero).
Se supo que Catanga no abandonó jamás los colores de Angelito Labruna y Carrizo pero… sí se desamoró de Amapola.
Esas cosas pasan. Los fanatismos son eternos, pero escasos. Quizás al adorador de una divisa no le resta pasión para lo que hoy se conoce como la pareja. Pero, incidentalmente, y este detalle complica el argumento, postreramente se “acusó” a Catanga de mantener un romance fulmíneo en la popular adversa. Varias ponderaciones que el pudor me impide reseñar categóricamente: la identidad Montesco o Capuleto de marras. No agrego nombres ni artículos. El coraje por momentos nos abandona, incluso en la muda ceremonia del tipeo.
Sin abandonar a su River, el corazón de Catanga languideció en las gradas contrarias. ¿Se entiende? Es mi propósito más enfático. Amapola lo descubrió y mandó a Urso, doble alias Coquito, a partirle la sabiola al espía que la había amado, al que ella amaba imponderablemente. De ese golpe definitorio, Catanga expresó su voluntad riverplatense, sin saber, hasta este mismo escrito, que solo estaba diciendo la verdad a su círculo áulico, tan lejos de la realidad como lo está un partido de fútbol del fervor de sus espectadores.
Fuente Clarin