

Cuando la esposa de Furcio le pegó el olivo, el hombre no tenía dónde caer dormido, literalmente. Su apellido no lo había ayudado en el transcurrir de su vida. Durante la infancia, aún la palabra no descollaba en el ambiente televisivo y mucho menos en el hablar de la calle. Pero asomando la adolescencia, y de pleno en la adultez, en un sociedad supuestamente opuesta a la burla, lo habían tomado a la chacota.
Su apellido se había convertido no sólo en el modo remanido de definir un traspié verbal, sino que además se le asignaba un mitológico criterio de verdad: el inconsciente. Para el habitante sofisticado de la urbe, si una persona se equivocaba al hablar, decía la verdad. Eso presuponía que la misma persona, cuando hablaba sin sobresaltos, de algún modo estaba mintiendo.
Al furcio significativo, en la percepción del receptor avispado, se lo apodaba “fallido”. Generalmente, el receptor avispado entrecerraba los ojos, alzaba el índice, y sentenciaba: “un fallido”. Esta destilación, recuperar la verdad de un aparente error del emisor, distinguía la sagacidad del receptor: ah, cometió un fallido.
Furcio nunca había logrado comprar esa chorrada. Quizás por cómo se apellidaba. Las personas podían errar al expresarse, reconocer el error y explicar lo que habían querido decir. Por ejemplo, decir: “setenta mil”. Y luego, corregir, y aclarar: “Perdón, pifié por un cero. Eran siete mil”. Si no había mala voluntad, los errores se enmendaban. No existía un individuo que no los cometiera. Pero el desacierto no necesariamente revelaba una verdad oculta.
Su memoria era imperfecta respecto a cuál había sido la última vez que no habían usado su apellido como un concepto de error y verdad. A sus once años, en el club de Luján al que concurría, cerca del río y lejos del mundo.
Eran los mismos todos los veranos. Pero ese año apareció una chica nueva: Nadia Amaya. Era morena y tenía el pelo atado en dos colitas. Tal vez porque no la había visto nunca, se enamoró perdidamente. Juntó moras para ella y armó un fuego prohibido, de noche, en los fogones del fondo. La sacó a bailar en los asaltos e hizo un largo bajo el agua para que se fijara: emergió violeta pero feliz.
Cuando todos los conocidos se burlaban diciendo que Furcio era un arrastrado, Nadia aceptó hablar a solas un sábado a la nochecita, junto a las canchas de volley desiertas, en la casa del árbol. La casa del árbol era una cabaña asolada por los mosquitos, que entre varias generaciones de niños habían construido a lo largo de décadas, y que nadie se había atrevido a usar tras la puesta del sol. Se habitaba durante las siestas, para jugar al truco e intercambiar vaguedades.
La aguardó ansioso y con dos capas de repelente para que no lo comieran los mosquitos. El cielo todavía estaba celeste, pero ya habían salido la luna y la primera estrella. Nadia llegó, sin repelente, los mosquitos no se le acercaban.
-No puedo ser tu novia -sentenció, mirándolo con esos ojos que le recordaban sabores de fruta que nunca había probado-.
-¿Por qué? -preguntó Furcio como si ya se le hubiese declarado-.
-Tengo cincuenta años -reveló Nadia-.
Furcio se rió y después la miró enojado. Lo burlaba.
-Tengo cincuenta años -repitió Nadia-. Un brujo me hechizó.
-Me voy -dijo Furcio-. Pero no se podía mover.
-Soy hindú -advirtió Nadia en la penumbra-. Mis padres me comprometieron con un chamán cuando tenía once años. A los quince, debía casarme con él. Cuando cumplí quince, me negué. “Si rechazas tu adultez”, dijo el chamán, “tendrás once años toda tu vida”. Con un pase de magia me regresó a los once años, y con otro se aseguró de que nunca más creciera.
-¿Y pasarás el resto de tu vida como una niña?
– Excepto que un chico de once años se enamore de mí: eso rompería el hechizo. Pero los chicos de esa edad no se enamoran. Vos tampoco, ahora que conocés mi historia.
Furcio no le respondió, pero tampoco le pidió que fuera su novia.
El verano continuó como si nada, y no le contó a nadie aquella absurda historia. Pero no pudo dejar de pensar en Nadia. La veía nadar y parecía una sirena, la veía jugar y le parecía un hada, la veía cantar y quería casarse con ella. Se comportaron el uno con el otro como dos tibios amigos. No le preguntó por sus padres ni por el resto de su vida. Cuando acabó el verano, Nadia desapareció; del mismo modo que se esfuman las mariposas y los duraznos.
Tantos veranos después, no supo cómo ni por qué, se encontró caminando hacia Luján.
Peregrinó. No se detuvo. Apenas si morigeró el paso un instante para comprar agua, bebió en movimiento. No miró los relojes ni se tomó el pulso. Transpiraba con un sudor enérgico. Llegó a la casa del árbol de noche. Los escalones labrados en el tronco del sicomoro no eran para un adulto, mucho menos para uno tan cansado. Pero Furcio, como propulsado por la fuerza del pasado, los escaló. Se dejó caer en el lecho de hojas secas y madera noble.
Las ramas le incomodaban la espalda. Pero se durmió como un bendito. Al menos había encontrado dónde pasar la noche.
Cuando despertó, con la boca amarga, bajó con cuidado. Dos muchachos atestiguaron su dificultoso descenso:
-Mirá qué viejo pelotudo -le dijo uno al otro-.
Furcio clavó diente contra diente y caminó cabizbajo hasta encontrar un jugo de naranja. Caminó por la ciudad como un extraterrestre. Contra toda esperanza, descubrió el último locutorio, y se lanzó como un paracaidista. Pudo realizar su trabajo contable y enviarlo a tiempo a la empresa. Arribó a la orilla del río, sentado a mirar cómo fluía. ¿A dónde lo llevaría aquella corriente? ¿Con quién conectaría esa mirada que el agua indiferente transportaba?
Se dijo que esa sería la última noche que pasaría en la cabaña. La espalda le dolía como si todos sus enemigos tuvieran razón. Iluminada por la luna, Nadia se presentó en el pequeño refugio de madera con una corporalidad indiscutible. Ni los fallidos eran la verdad, ni Nadia era una fantasía. Tenía cincuenta años.
Su cuerpo recordaba a los juncos, erguidos y suavemente flexibles. El cobrizo de la piel convocaba mil y una noches hindúes, no de otras latitudes: sin mancebos ni visires ni condenas. Sólo una mujer que contaba historias de su desnudez, y un hombre que la contemplaba enamorado. Había en los pechos de Nadia una sabiduría discretamente lujuriosa, y en sus caderas algo más que la llamada de la especie a la procreación. En otro de sus misterios se congregaban colores que hacían pensar a Furcio en tocar el horizonte, e incluso más.
Pero Furcio no pudo evitar preguntar, como un orate:
-¿Dónde fueron los mosquitos?
-¿Los necesitás? -repreguntó burlona-.
-Me convertiste en mujer -agregó Nadia, sin aclarar-.
Y fue la última noche de la cabaña. Furcio regresó a la ciudad, con la soledad del deber cumplido. La verdad era tan elusiva como el presente.
Fuente Clarin












